Mi vuelo era Vancouver-Santiago con una escala en
Toronto de 16 horas. Ni aunque lo hubiese planeado salía mejor, una oportunidad
de conocer Toronto. En el vuelo de Vancouver a Toronto, mientras veía alejarse
mi querida Vancouver percatándome al mismo tiempo que lo que conocí era sólo un
punto en medio de esa gran ciudad, donde hasta podía ver claramente el Stanley
Park casi en el medio y el Lion Gate Bridge, caí en la tentación de ver una
película, y que mejor salir de una vez por todas de la curiosidad de ver El
Conjuro, en un lugar con más gente para no morir de miedo después. Fue una
experiencia 4D, y juro –por mi gato que está en el cielo- que en las peores
escenas de terror hubieron turbulencias que lo hicieron todo mucho más intenso.
Fue increíble. Lo malo fue que no dormí nada, apenas tenía espacio para
respirar, y cuando empecé a cabecear aterrizamos en Toronto. Nevaba y mientras
esperábamos salir del avión las pequeñas ventanas se tapaban de nieve. Sí, debo
reconocer que eso me emocionaba. Pero no había dormido nada y me esperaba en
teoría un día de puro turismo, por lo que me sentí morir.
Eran las 6am y decidí buscar alojamiento, me fui en
metro hasta la ciudad y caminé nevando por las calles del Old Town. Precioso,
pero algo tenebroso igual. Me fui directo al Hi Toronto –porque el Hi Vancouver
había sido muy bueno- y pagué 32 dólares por una cama en una habitación de 6
mujeres. Horrible porque en el Hi Vancouver había pagado 40 por una bonita
habitación de 2. El Hi Toronto en sí era feo, el baño chico y horrible y la
atención muy mala. Pero bueno, necesitaba dormir horizontal un par de horas
porque el dolor de piernas que me gané por el "mal de la clase económica" –como
le llama mi hermano- me estaba volviendo loca. Así que me tiré en la cama y no supe más de mí hasta 3 horas después, cuando el sol
radiante se asomaba por la ventana. Era
realmente un sueño caminar por esas calles blancas bajo un cielo soleado.
Hacía mucho más frío que en Vancouver, las ardillas parecían mucho más
desenvueltas en esta parte de Canadá y todo parecía realmente sacado de una película.
Canadá es una película, estoy convencida.
Conocí el Old Town de Toronto, precioso, caminé hasta
la CN Tower, el ícono de Toronto, luego visité una exposición de trenes, llegué
hasta el Ontario Lake y ahí fue el gran impacto que sufrí en esa ciudad: el
lago estaba congelado. Pero no como en Vancouver donde el agua era hielo transparente
y los pájaros caminaban felices sobre él, en el Lago de Ontario el hielo había
estado hace tanto tiempo congelado que la nieve había caído sobre él y todo era
blanco, un horizonte blanco terminando en un cielo blanco. Los barcos en el
muelle atracados en el hielo parecían tristes recuerdos de un pasado
verano que en ese paisaje casi era un mito. Me pareció deprimente. Casi no
podía creerlo, era como estar en la película The Road, un paisaje apocalíptico.
Quizás fue el cansancio, la noche sin dormir, la pedaleada del día anterior, no
sé, pero creo que el paisaje hasta me agotó. Miraba el mapa y no tenía ganas de
hacer nada más después de eso. Comenzó a nevar un poco y hacía mucho frío así
que decidí irme al Old Town de nuevo, visitar el Lawrence Market y comer allí,
quizás eso necesitaba. El Lawrence Marquet era bonito, pero tenía pocos lugares
para comer y tuve la mala idea de pedirme como última cena canadiense un Fish
and Chip. A la mitad del plato quería vomitar. Me paseé un rato más pero el
cansancio me tenía loca. Me fui al hostal y dormí un rato más hasta que se hizo
la hora de partir al aeropuerto. Cuando salí a la calle nevaba, fuerte y
silenciosamente, era un espectáculo hermoso, caminé bajo la nieve hasta el
metro y disfruté por última vez de ese país, de esa aventura que había
significado Canadá, el estar sola por primera vez y darme cuenta que soy mi
mejor compañía, que soy feliz conmigo misma y que en el fondo soy valiente
–como nunca lo creí antes- porque al final de cuentas no cualquiera se va al
fin del mundo a pasear sola. Sí, hay muchas mujeres valientes que lo hacen,
pero nunca pensé que yo me convertiría en una de ellas. Y me sentí bien con
eso. Ya no era la misma de hacían 3 meses atrás. Me había conocido mucho en
Canadá y había crecido como persona un montón.
Creo que mi recuento final de lo que conocí de Canadá
es absolutamente positivo, un bonito país, seguro y amistoso, la gente es muy
agradable y si comparo con NZ podría hasta asegurar que los canadienses son más
cálidos, igual de amistosos, pero más cariñosos, algo más parecidos a nosotros,
mucho más consumistas que los kiwis y menos hippies, pero buena gente. Me gustaron
los canadienses.
En el aeropuerto, mientras esperaba mi vuelo, abrí mi
mail y había una respuesta de la viña de NZ a la que estaba aplicando. Querían
una tercera entrevista, esta vez con recursos humanos de Australia. Hubiese
sido lindo que me hubiesen dicho que había quedado, hubiese sido el final perfecto.
Pero cuando volví a Chile y tuve mi tercera entrevista por Skype con ellos, me
aceptaron. Así que fue un final feliz después de todo, vuelvo a Nueva Zelanda,
mi país favorito, y podré seguir soñando con viajes y con volver a Vancouver
algún día. La vida es una sucesión de acontecimientos maravillosos que nunca
para de gustarme.
Así que volví a Chile, a Santiago, al calor extremo,
me reencontré con Eduardo, con mi familia, y pasé una navidad en familia
después de 2 navidades lejos de casa. Fue una bonita Navidad. Y aquí estoy,
preparando mi nuevo viaje a la Tierra Media, contando los días, esperando la
visa, disfrutando a la familia, a Chile, a la Simona –la sucesora de Gandalf- y
mi vida en acá, las humitas y el huerto de mis papás, los árboles frutales y
las cervezas frías en la tarde con mi hermano en las reposaderas del patio. Sí,
esta vida nunca para de gustarme.
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