jueves, 29 de agosto de 2013

Adiós Gandalf





Cuando uno decide hacer un viaje largo hay muchas cosas que te cuesta dejar. La familia es lo primero, obvio, los amigos también, pero debo confesar que para mí lo más difícil fue despedirme de mi gato. Con el que dormí todas las noches durante los últimos once años. En ese momento yo no sabía que ésa era la última vez que lo veía. No intuí que los gatos no son tan independientes como aparentan y que cuando sus dueños los dejan no luchan más por sus vidas, que mientras me despedía la leucemia lo atacaba en silencio, y que cuando su mamá se fue ya no quiso luchar más. Siempre hay consecuencias en cada decisión. Y la mía fue perder mi pequeño tesoro peludo. 

Lo besé incansablemente y le prometí volver, le dije que lo amaba, que se cuidara y que me esperara, lo abracé entre lágrimas, me paré y salí de mi pieza cerrando la puerta, para que no me viera salir con las maletas. Antes de partir, abrí la puerta y lo miré desde el umbral, él estaba en mi cama, me miró, paró sus orejitas e hizo el ademán de ir hacia mí. Ese momento está clavado en mi retina, porque fue la última vez que lo vi. Él sabía que era una despedida. Yo estaba atrasada y no quería que se levantara de la cama, le dije “nos vemos”, volví a cerrar la puerta y hasta el día de hoy me arrepiento de no haber vuelto a besarlo una vez más. Cerré la puerta y me fui al auto. Esa fue la última vez que lo vi.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Tauranga a secas





Como en teoría la finalidad de este viaje era básicamente trabajar para viajar por Nueva Zelanda, conocer Hobbiton, los paisajes montañosos, el maravilloso Queenstown y hacer una vendimia, para luego partir a la anhelada Tailandia y creerme Di Caprio un rato escuchando a Moby en la isla Phi Phi o carreteando hasta morir en alguna fiesta en una playa paradisiaca de las miles que hay en ese país, es que nos trasladamos a Tauranga buscando oportunidades de trabajo.

Era la primera vez que viajaba dentro de Nueva Zelanda, por lo que sus paisajes me tenían impactada. Mucho verde, mucho lomaje saturado de pasto, de ovejas y animales, ríos cristalinos y bosques tupidos medio jurásicos con helechos gigantes y alcachofas mutantes. Mirando por la ventana del bus, escuchando el “It’s Blitz” de Yeah, yeah, yeahs, -que se convirtió en parte de la banda sonora de mi viaje- llegué a la conclusión de que efectivamente este país, es la Tierra Media. Y sí se parece harto a Chile, pero es como un Chile donde la gente se preocupa por la naturaleza. Si en Chile se preocuparan por no expandir las ciudades a diestra y siniestra, por no botar basura, respetaran la naturaleza, existieran leyes reguladoras del impacto ambiental y hubieran 4 millones de habitantes en lugar de 17, entonces serían bien similares.   

Tauranga está en medio de grandes entradas de mar, es bonito, tranquilo y sin mucho más qué decir. Una linda ciudad y nada más. Tauranga a secas. Lo primero que hicimos fue aplicarnos en todas las agencias que buscan empleo, compartir con nuestros nuevos amigos, pasarnos datos, carretear un poco, lidiar con eso de tener que compartir pieza con más gente y luchar por poder cocinar algo en la inmensa cocina comunitaria del Backpacker. Debo confesar que compartir pieza con unos alemanes, no tener ningún rincón de privacidad y tener un baño como de colegio donde no puedes sentarte relajadamente y hacer tus menesteres en paz, me colapsó al principio, y me pregunté muchas veces por qué diablos dejé todas las comodidades de mi hogar por esto. Pero algo muy cierto que aprendí es que el ser humano es un animal de costumbre, y uno termina adaptándose a todo.

Así que después de unos cuantos días yo ya estaba feliz con mi pieza, por compartir con mucha gente, luchar por ocupar un sartén y hacer fila en la ducha. Nos quedamos 2 semanas en Tauranga, la primera llenos de esperanzas de conseguir un trabajo y la segunda desesperanzados y algo deprimidos cada vez que veíamos nuestros saldos en la cuenta bancaria.  Nos compramos un auto con unos amigos chilenos y al día siguiente recorrimos todos los campos aledaños y nos enteramos de que no había trabajo ni lo habría tampoco, porque el Kiwi había sido atacado por un virus y posiblemente no habría producción ese año. Así que una vez más, nos despedimos de los nuevos amigos, hicimos las maletas y partimos al sur. La esperanza es lo último que se pierde dicen y a 10 mil kilómetros de tu hogar no queda otra más que aferrarse a ella con dientes y uñas. Esta vez eso sí, no nos costó dejar el nuevo hogar de 2 semanas, porque aparte de su cercanía a Mount Maunganui, creo que Tauranga en el fondo no tenía niun brillo

El primer día en Tauranga

Mount Maunganui

A baby lamb

Vista desde la cima del Mount Maunganui

Mount Maunganui
Central Backpacker Tauranga

Vistas desde el Mount Maunganui
 


lunes, 19 de agosto de 2013

Auckland





Nos sentamos en la parada de buses y esperamos. Había viento, aunque no sabría decir si hacía frío o calor. Quizás hacía más frío que calor, pero no era el mismo viento gélido que suele haber en invierno en Santiago. Mientras esperábamos aparecieron 4 maletas enormes impulsadas por una pareja de chilenos que venían a tomar el bus. Hablamos. Se llamaban Karen y José, habían tomado el mismo avión, se hospedarían en la misma calle y venían con el mismo plan. Tomamos el bus juntos y nos bajamos en Queen Street con Victoria. Aún de noche, caminamos hasta Wellesley street y luego de darnos los correos electrónicos nos fuimos cada uno por su lado, sin sospechar que nuestros caminos se trazaban casi juntos en la misma línea.  

Hambrientos y con un nivel de ansiedad casi monstruoso, dejamos las maletas en la habitación y después de una espera agónica por las primeras luces de la mañana, salimos a caminar. El escenario, la ciudad despertando a eso de las 7 de la mañana, nos pareció un espectáculo maravilloso. Las calles limpias, bonitas tiendas, cafés y restaurantes, museos y buses vacíos, parques verdes y húmedos, gente linda paseando con capuccinos en la mano, meneando sus carteras Chanel y sus trajes Gucci en un armonioso conglomerado de asiáticos, kiwis y maoríes bajo un cielo celeste profundo manchado por unas nubes blancas como copos de merengue casi sólidos sobre los altos edificios. Era algo hermoso. Extasiados caminamos y reímos, llegamos hasta la orilla del mar y seguimos caminando durante todo el día. Se sentía muy bien caminar por Auckland por primera vez. Era como estar en un sueño interminable. 

Estuvimos una semana en Auckland, abrimos nuestras cuentas en un banco, sacamos nuestro permiso de trabajo y recorrimos caminando todas las calles del centro de la ciudad. Algunos días cocinábamos en el hostel para ahorrarnos unos dólares. Así conocimos a Rodrigo, un chileno que trabajaba allí por acomodación limpiando la cocina y los baños. Le preguntamos por Tauranga, si era aconsejable ir allí a buscar trabajo. Nos dijo que en el campo había trabajo y fácil de conseguir, pero que era muy duro. Algunos días comimos juntos mientras un inglés eructaba feroces sonidos guturales desde lo profundo de sus entrañas como si fuera algo de lo más lindo. Los primeros días perdía el apetito fácilmente con las relajadas costumbres de países lejanos, los odiaba y los insultaba mentalmente, pero luego me fui acostumbrando. Uno termina irremediablemente adaptándose a todo.   

Antes de partir nos sentimos algo agobiados. Auckland había sido nuestro nuevo hogar por una semana y no queríamos dejarlo. Había sido un exceso de endorfinas yendo y viniendo por nuestro torrente sanguíneo cada día y en cada esquina en la que nos parábamos sin terminar del todo de creer que estábamos ahí, a 10 mil kilómetros de nuestro hogar, al otro lado del pacífico en un mundo completamente nuevo para nosotros. Nos subimos al bus rumbo a Tauranga, nos sentamos en nuestros asientos y vimos Quay Street y el puerto, el mar y los incontables yates frente a nosotros con algo de resignación. La aventura recién estaba comenzando.  



 
 




viernes, 9 de agosto de 2013

Perdidos en Nueva Zelanda




El día 20 de Septiembre del 2011 me bajé del avión a las 4 de la mañana, una mañana oscura y ventosa, caminé por ese largo pasillo hasta policía internacional, respondí escasamente algunas preguntas en mi más que precario inglés y me entregaron de vuelta mi pasaporte con mi primer timbre internacional. Recogí mis maletas, besé a Eduardo de pura contenta y atravesé las mamparas de vidrio que daban la bienvenida al país. Había entrado en Nueva Zelanda. 

Han pasado casi 2 años desde entonces y me di cuenta que quiero escribirlo y no olvidarme de ello nunca, de muchas de las cosas que vi y viví allá afuera, experiencias impagables que me pertenecen, que me hacen sonreír en la calle, que me llenan de alegría y ganas de seguir viviendo. Antes de viajar mi papá me dijo que la primera vez que salió de Chile vio a su país como un hormiguero lleno de hormigas trabajando, y que a veces algunas hormigas como él tenían la oportunidad de salir al exterior y ver cómo era todo el jardín, y que cuando volvían al hormiguero ya no eran las mismas hormigas. Habían visto el jardín, nada podía ser igual. Siempre me acuerdo de eso, y que yo ya no soy la misma hormiga de antes. Y eso me agrada. 

Salimos y vimos la noche ventosa, las palmeras meneando sus frondosas cabelleras en lo alto y nosotros maravillados de que allí nadie hablara español, que un sinnúmero de nacionalidades desfilaban impertérritas a nuestro lado y nosotros en medio sin terminar de creerlo, lo habíamos hecho, We are the Champions, abrazamos febriles la realidad concedida y comenzamos nuestra aventura por esos parajes hermosos, mágicos cuando menos, la travesía por la Tierra Media. Eduardo y yo en una isla en medio del Pacífico. Perdidos en Nueva Zelanda.