martes, 10 de septiembre de 2013

Hastings querido




Tomamos la ruta 36 rumbo al sur en nuestro auto cargado de maletas junto a nuestra pareja de  amigos. Íbamos cargados también de esperanzas. Hastings era la esperanza, el nuevo objetivo de nuestros planes. Allí sí encontraríamos trabajo, ahorraríamos, sería todo perfecto. La panacea misma. Pasamos por Rotorua, miramos apenas el lago, olimos el azufre y nos largamos. Tomamos la ruta 5 y enfilamos hacia Taupo, luego Napier, luego Hastings. Allí nos alojamos en el Sleeping Giant, un backpacker con mucha onda. Decididos a quedarnos una sola noche terminamos pagando una semana luego de una breve conversación con Jason, el dueño. El lugar era acogedor, nos gustó. Me da pena recordar el Sleeping Giant porque fue esa semana cuando Gandalf, mi gato, mi lazo más fuerte en Chile, murió.

Recuerdo la semana en el Sleeping Giant como algo bonito y triste al mismo tiempo. Muchas llamadas a Chile preguntando por la salud de mi gato, caminatas alegres alrededor de la nueva “ciudad” –para mí es más bien un pueblo-, búsquedas infructuosas de trabajo, primeros intentos frustrados de entablar conversaciones en inglés, el reencuentro con la gente que conocimos en Tauranga, lazos de amistad más fuertes y la muerte inminente de mi gato y mi consecuente duelo.  

Sleeping Giant


Hastings es a primeras un pueblo –ciudad en teoría- con aire sureño, bonito y verde, con muchos parques, una buena biblioteca y playas a 30 minutos en auto. Las casas son lindas –luego descubriríamos que eso se resumía básicamente a las fachadas-, algunas de madera, con balcones preciosos, jardines de ensueño y sin rejas, calles llenas de árboles, pájaros y tranquilidad, el típico lugar donde uno sueña vivir en algún futuro. Luego cuando ya lo conoces te aburre y muchos hasta lo  encuentran algo feo. Yo nunca lo encontré feo, pero sí luego de un tiempo tendió a aburrirme un poco. Cuando volví un año más tarde lo encontré lindo, agradable, e imaginar una vida allí no me parecía muy descabellado, por lo que creo que finalmente es lindo Hasting, aunque muchos dicen lo contrario. Tiene su encanto, tiene sus lindos cerros –el Sleeping Giant, un cerro con forma de hombre durmiendo que ha sido protagonista de antiguas historias maoríes- sus parques, su gente y  su cercanía con el mar y con Havelock North, el pueblo que se convertiría en nuestro hogar más adelante.

Un día haciendo la compra semanal en el supermercado con nuestros amigos se nos acercó Walter, un uruguayo que -luego descubriría- cazaba latinos despistados y los engatusaba para que se fueran a vivir a su casa, a su “Rincón Latino” como le gustaba llamarlo, por un precio muy razonable. Caímos en sus redes y nos trasladamos a su casa. Eran una familia bien especial, rallando casi en lo disfuncional, pero agradables y buenas personas después de todo. Estuvimos allí casi 2 meses, al principio bastante solos y luego casi hacinados junto a un montón de argentinos y uruguayos -que son básicamente lo mismo- alegres, ruidosos, gritones, buenos para la birra y para organizar eventos sociales.

Pronto conseguimos un trabajo -raleando manzanas- de una semana. Luego encontramos otro por un día. Luego otro más por una semana. El panorama en un principio, cuando eres principiante, no tienes inglés ni mucha idea de cómo funciona todo, es bastante difícil. Pero a porrazos se aprende y luego de 2 meses de hacinamiento, conflictos interpersonales, trabajos sacrificados que duraban poco y la ruptura total con nuestros amigos y compañeros de auto, hicimos una especie de borrón y cuenta nueva, y nos fuimos de Hastings, esta vez Eduardo y yo solos. Sin trabajo, ni auto, ni casa, ni amigos. Y con números rojos en nuestras cuentas bancarias. Ahora sí que sí, estábamos perdidos en Nueva Zelanda. 

Mirador Te Mata Peak

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