viernes, 9 de agosto de 2013

Perdidos en Nueva Zelanda




El día 20 de Septiembre del 2011 me bajé del avión a las 4 de la mañana, una mañana oscura y ventosa, caminé por ese largo pasillo hasta policía internacional, respondí escasamente algunas preguntas en mi más que precario inglés y me entregaron de vuelta mi pasaporte con mi primer timbre internacional. Recogí mis maletas, besé a Eduardo de pura contenta y atravesé las mamparas de vidrio que daban la bienvenida al país. Había entrado en Nueva Zelanda. 

Han pasado casi 2 años desde entonces y me di cuenta que quiero escribirlo y no olvidarme de ello nunca, de muchas de las cosas que vi y viví allá afuera, experiencias impagables que me pertenecen, que me hacen sonreír en la calle, que me llenan de alegría y ganas de seguir viviendo. Antes de viajar mi papá me dijo que la primera vez que salió de Chile vio a su país como un hormiguero lleno de hormigas trabajando, y que a veces algunas hormigas como él tenían la oportunidad de salir al exterior y ver cómo era todo el jardín, y que cuando volvían al hormiguero ya no eran las mismas hormigas. Habían visto el jardín, nada podía ser igual. Siempre me acuerdo de eso, y que yo ya no soy la misma hormiga de antes. Y eso me agrada. 

Salimos y vimos la noche ventosa, las palmeras meneando sus frondosas cabelleras en lo alto y nosotros maravillados de que allí nadie hablara español, que un sinnúmero de nacionalidades desfilaban impertérritas a nuestro lado y nosotros en medio sin terminar de creerlo, lo habíamos hecho, We are the Champions, abrazamos febriles la realidad concedida y comenzamos nuestra aventura por esos parajes hermosos, mágicos cuando menos, la travesía por la Tierra Media. Eduardo y yo en una isla en medio del Pacífico. Perdidos en Nueva Zelanda.

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