Nos sentamos en la parada de buses y esperamos.
Había viento, aunque no sabría decir si hacía frío o calor. Quizás hacía más
frío que calor, pero no era el mismo viento gélido que suele haber en invierno
en Santiago. Mientras esperábamos aparecieron 4 maletas enormes impulsadas por
una pareja de chilenos que venían a tomar el bus. Hablamos. Se llamaban Karen y
José, habían tomado el mismo avión, se hospedarían en la misma calle y venían
con el mismo plan. Tomamos el bus juntos y nos bajamos en Queen Street con
Victoria. Aún de noche, caminamos hasta Wellesley street y luego de darnos los
correos electrónicos nos fuimos cada uno por su lado, sin sospechar que nuestros
caminos se trazaban casi juntos en la misma línea.
Hambrientos y con un nivel de ansiedad casi
monstruoso, dejamos las maletas en la habitación y después de una espera
agónica por las primeras luces de la mañana, salimos a caminar. El escenario,
la ciudad despertando a eso de las 7 de la mañana, nos pareció un espectáculo
maravilloso. Las calles limpias, bonitas tiendas, cafés y restaurantes, museos
y buses vacíos, parques verdes y húmedos, gente linda paseando con capuccinos
en la mano, meneando sus carteras Chanel y sus trajes Gucci en un armonioso
conglomerado de asiáticos, kiwis y maoríes bajo un cielo celeste
profundo manchado por unas nubes blancas como copos de merengue casi sólidos
sobre los altos edificios. Era algo hermoso. Extasiados caminamos y reímos,
llegamos hasta la orilla del mar y seguimos caminando durante todo el día. Se
sentía muy bien caminar por Auckland por primera vez. Era como estar en un
sueño interminable.
Estuvimos una semana en Auckland, abrimos
nuestras cuentas en un banco, sacamos nuestro permiso de trabajo y recorrimos
caminando todas las calles del centro de la ciudad. Algunos días cocinábamos en
el hostel para ahorrarnos unos dólares. Así conocimos a Rodrigo, un chileno que
trabajaba allí por acomodación limpiando la cocina y los baños. Le preguntamos
por Tauranga, si era aconsejable ir allí a buscar trabajo. Nos dijo que en el
campo había trabajo y fácil de conseguir, pero que era muy duro. Algunos días
comimos juntos mientras un inglés eructaba feroces sonidos guturales desde lo
profundo de sus entrañas como si fuera algo de lo más lindo. Los primeros días
perdía el apetito fácilmente con las relajadas costumbres de países lejanos, los
odiaba y los insultaba mentalmente, pero luego me fui acostumbrando. Uno termina
irremediablemente adaptándose a todo.
Antes de partir nos sentimos algo agobiados.
Auckland había sido nuestro nuevo hogar por una semana y no queríamos dejarlo. Había
sido un exceso de endorfinas yendo y viniendo por nuestro torrente sanguíneo cada
día y en cada esquina en la que nos parábamos sin terminar del todo de creer
que estábamos ahí, a 10 mil kilómetros de nuestro hogar, al otro lado del
pacífico en un mundo completamente nuevo para nosotros. Nos subimos al bus rumbo a Tauranga, nos
sentamos en nuestros asientos y vimos Quay Street y el puerto, el mar y los
incontables yates frente a nosotros con algo de resignación. La aventura recién
estaba comenzando.
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