domingo, 13 de octubre de 2013

Al norte del mundo



Aeropuerto de Toronto, Canadá

Me hubiese gustado escribir todo en orden pero simplemente me pilla el tiempo –y el ánimo- y no alcanzo a escribir nada cuando debería, por eso el gran salto de año y medio  con este post, dejando de lado por un rato nuestras previas aventuras para escribir acerca de lo que estamos viviendo en este momento, nuestra aventura actual: Canadá.

Llegamos a este extremo del mundo hace una semana atrás, no podría quizás expresar bien lo que me ha parecido porque una semana es casi nada, pero si debo resumir en pocas palabras es que es como estar viviendo en una película. Obviamente, ese referente se debe a que normalmente estamos expuestos al cine hollywoodense y el paisaje que rutinariamente se ve en las películas es bastante parecido a esto. Esos bosques infinitos de coníferas surcados por ríos jóvenes y montañosos, lagos, señales advirtiendo  venados en la ruta y un montón de campos cultivados con las calabazas típicas de Halloween. Eso para mí, es más que suficiente para sentirme en una película. Y es como veo Canadá hasta ahora, en esta corta estadía de una semana.


Trayecto desde Vancouver a Oliver, British Columbia
Calabazas en el supermercado, un encanto!

Primero llegamos a Vancouver, pero después de un vuelo de 18 horas y un stop en Toronto, no quería más que dormir y por primera vez en mi vida, y no sé por qué, no me interesó haber llegado a una de las mejores ciudades del mundo y preferí tomar una ducha, comerme un subway de bolitas de carne y meterme a la cama al toque. Estábamos desechos. Al día siguiente teníamos que levantarnos a las 4.30am para llegar al terminal de buses y tomar el bus que nos traería a nuestro destino final: Oliver, un pueblito entre las montañas que forman el Okanagan Valley que se jacta de ser “La capital del vino” en Canadá, la última extensión hacia el norte del desierto de Sonora.  

En mi pseudo-paso por Vancouver, lo que alcancé a ver, fue abrumador. Hay que considerar que estaba destruida, que tenía sueño, cansancio y hambre, un resfrío mortal que me traje de Chile y los malditos 30 kilos en equipaje -que por más que creí aprender la lección en mis anteriores viajes, quedó en evidencia que no, que no aprendí nada y me traje más que lo prudente-. Tomamos el metro, que lindamente llega hasta el aeropuerto mismo, hicimos un transbordo con otra línea, subimos y bajamos escaleras con las maletas a cuestas y luego de un par de vueltas nos subimos al tren –que no tenía chofer!- me senté junto a una ventana y miré la ciudad. Afuera llovía, el cielo gris –como lo había estado en todo el recorrido de Toronto a Vancouver- te insitaba a la tristeza, y mientras mataba por una cama, el tren pasó por el centro de la ciudad, una maraña de calles entrelazadas, autopistas aéreas, puentes, pasos sobre-nivel, edificios y cemento, cemento, gris, lluvia, calles infinitas. Y lo primero que pensé era en que se parecía a Bangkok, pero un Bangkok occidental, sin templos budistas, ni puestitos de comida, sin letreros luminosos, nada de tuk-tuks, árboles exuberantes  ni monjes paseándose en sus lindas túnicas. Y gris. O sea, ningún brillo. Sí, estoy segura que soy injusta y que los amantes de Vancouver querrán pegarme, pero lo que vi, no me gustó. Y bueno, no saqué ninguna foto tampoco.

Así que nos vinimos a Oliver. En el bus, aún cansadísimos por el vuelo de hacía poco, conocimos a una señora canadiense, nuestro primer encuentro con la hospitalidad del país. Después de enterarse que llevábamos horas en Canadá, Janice, que vive en Penticton, pueblo vecino de Oliver,  nos quería llevar a su casa, nos ofreció ropa de invierno, nos dio toditos sus datos y nos pidió que cuando la necesitáramos no dudáramos en pedirle ayuda. Fue lindo sentir que a pocas horas ya teníamos a alguien en quien confiar.

Llegamos a Oliver sin saber dónde alojar, y he aquí la mejor experiencia buscando alojamiento de nuestras vidas. El bus nos dejó afuera de un Motel –de esos típicos de las películas, que son más bien pequeñas casitas con sus puertas ordenaditas hacia el estacionamiento-, entramos a preguntar por acomodación y precios para 3 meses y luego de ver el lugar, tantear el precio, nos quedamos. Cero sufrimiento. Y aquí estamos, viviendo en una mini casita con todo lo necesario para vivir cómodamente, con aire acondicionado incluido y en pleno centro de Oliver.

Así comenzamos nuestra nueva aventura, sin mucha plata, ni mucha idea de dónde nos vinimos a meter, pero con las ganas de hacer de ésta una gran experiencia. Una más en nuestra colección de experiencias de vida. Aquí,  al norte del mundo.

Nuestro nuevo hogar bajo el hermoso cielo de Oliver
 
Tuc-El-Nuit Lake en Oliver

miércoles, 9 de octubre de 2013

El cruce en Ferry




Despedirnos de nuestros housemates en Haverlock North fue difícil. Nunca me di cuenta hasta ese momento que cuando viajas creas lazos fuertes con personas que nunca imaginaste toparte, encuentros cortos pero significativos que llegan a marcarte y a ocupar un lugar en tu corazón para siempre. Quizás es el hecho de haberte desprendido de todo lo que era tu vida en tu país, que las relaciones con nuevos amigos en el extranjero se vuelven más viscerales, irracionalmente importantes. Llegaba la hora de dejar Haverlock North, felices y llenos de emoción, pero algo tristes por dejar atrás una parte importante de nuestras vidas, de estas nuevas vidas de viajeros que habíamos adoptado, por dejar a los amigos. 

Le dimos un largo abrazo a Alisdair, it’s not a goodbye, it’s just a see you soon, dijo, y deseé con todas mis fuerzas de que así fuera. Nos despedimos de David, de Karen y José, nuestros nuevos amigos chilenos y vecinos con los que habíamos hecho un fuerte lazo, sin tener la certeza de  volvernos a ver, pero con las ganas de hacer coincidir nuestros planes a futuro. Con el auto cargadísimo –incluyendo las bicicletas que después de nuestra etapa en Hawkes Bay fueron más bien un adorno/cacho- le decíamos adiós a la primera etapa de nuestra aventura,  felices por haberla cumplido satisfactoriamente, por el nuevo rumbo que tomábamos y por poder realizar nuestros planes y sueños como los habíamos imaginado.

El plan era trasladarnos a Blenheim, en la isla sur, porque yo había conseguido trabajar para la vendimia en la viña Mudhouse –que fue básicamente la razón de mi viaje a Nueva Zelanda-, por lo que Eduardo debía llegar a buscar trabajo partiendo de cero mientras yo sostenía la situación con mi trabajo en la bodega, habíamos ahorrado en el trabajo de las manzanas, por lo que podíamos prescindir de un trabajo por algún tiempo.

Así que partimos nuevamente por la carretera 2 rumbo a Wellington, la que visitábamos por segunda vez, estaba anocheciendo, nos tomamos un Vodka con pepino y Chi -un trago y un lugar recomendados por Alisdair- y pasamos una noche en el auto a las afueras de las oficinas del Bluebridge, el Ferry que nos cruzaría a la isla sur del día siguiente. Esa mañana en Wellington, después de una fría noche y un pésimo sueño, paseamos una vez más por las calles capitalinas en una mañana soleada y hermosa a decir basta. Era la despedida perfecta de la isla norte. A medio día abordamos el ferry en el auto, subimos a la parte más alta y le dijimos adiós a Wellington y a la isla norte.

Una hermosa mañana en Wellington






El viaje en Ferry fue algo hermoso. Salimos de la bahía de Wellington rumbo al estrecho de Cook que separa ambas islas, navegamos por mar abierto en esa inmensa embarcación que subía y bajaba debatiéndose entre las olas y el viento, mareando a los pasajeros que teníamos que afirmarnos para no caer, hasta entrar en la isla sur, donde el paisaje cambiaba y todo se volvía intensamente verde, montañoso y salvaje, como si Nueva Zelanda entera quisiera recordarte que por algo la escogieron como la Tierra Media
 
Vista de Wellington desde lo alt del Ferry

Goodbye Welli!

Fish and Chip en el Ferry

Navegando en los canales de la isla sur, una abejita se coló en la foto



Dos horas y media de viaje después habíamos llegado a Picton, un pueblo que muchos dicen no tiene ni un brillo pero que yo encontré precioso. De hecho es casi perfecto. Recibiendo a los viajeros como puerta de entrada a la isla sur es un pueblo pequeño rodeado de cerros verdes, una playa preciosa, yates, restaurantes bonitos y muchos miradores en lo alto de sus cerros a los que algunos accedes caminado por senderos boscosos y a otros en auto. En ese momento seguimos rumbo a Blenheim luego de un breve vistazo, pero volvimos un par de veces más, ya que Blenheim estaba a una hora de viaje y por el paisaje valía mucho la pena.

Llegamos a Blenheim a eso de las 6 de la tarde, habíamos acordado ver una casa de Flatmate wanted en Trademe, así que pasamos a verla en seguida. No nos gustó mucho, principalmente porque los dueños parecían poco conformes con nosotros y nos dio miedo decirles “hey tenemos nuestras cosas en el auto, podemos quedarnos ahora ya?” Así que partimos a ver otra casa, cansados después de tanto viaje, sin haber dormido casi nada la noche anterior y nos encontramos con Edson, un brasileño relajado en una gran casa con 4 habitaciones desocupadas, todas amobladas y con televisión, casi como un hotel, era barato y nos dijo que podíamos quedarnos de inmediato si queríamos. Nos quedamos. Bajamos algunas cosas esenciales –como el pijamas- y nos tumbamos en la cama hasta el día siguiente. Lo habíamos logrado, estábamos en la isla sur.    

Picton, vista desde el Ferry antes de llegar al puerto

Picton

Picton